El 6 de julio de 1816, los congresales reunidos en Tucumán escucharon, en sesión secreta, al general Manuel Belgrano, a quien se le había solicitado que expresara su parecer sobre la forma de Estado a adoptar luego de la declaración formal de la independencia. Es bastante conocida su opción por una monarquía constitucional que, presidida por un descendiente legítimo de los antiguos emperadores incas, tuviera por sede la mítica ciudad del Cuzco, en territorio del Perú.
El proyecto monárquico de Belgrano
La idea de Belgrano, que contó con la adhesión de figuras emblemáticas como Güemes y San Martín, y fue adoptada por no pocos congresales en los debates que siguieron, merece una reflexión a dos siglos de aquellos sucesos, sobre todo teniendo presente que formaba parte de un plan claramente dirigido a continentalizar la revolución iniciada pocos años antes pero que, anclada en una visión portuaria, daba señales de claro estancamiento.
En efecto, en primer lugar cabe destacar que circunscribir la declaración de la independencia del 9 de julio a lo que hoy conocemos como Argentina supone reducirla injustamente, carece de respaldo histórico serio y no da suficiente cuenta de lo que ocurría en esos días. El Congreso declaró la independencia de las Provincias Unidas de Sudamérica, no del "Río de la Plata" como era la expresión corriente desde 1810. A ello se suma un dato para nada menor. En caso de prosperar el plan sugerido por Belgrano, la futura capital sería la ciudad del Cuzco, en territorio del entonces Virreinato del Perú, esto es, fuera de los límites del ex Virreinato del Río de la Plata, lo que en los hechos hablaba a las claras de trasladar el centro del poder político de la ciudad puerto de Buenos Aires, cuyo protagonismo se había acrecentado vertiginosamente pero sólo en los últimos años, al interior profundo de la América española, más poblado, con mayores riquezas naturales y hasta dotado de universidades erigidas hacía siglos.
Asimismo, la sugerencia de Belgrano se vinculaba de manera concreta con el proyecto que en pocos meses iniciaría el general San Martín desde Cuyo, cruzando los Andes para liberar Chile, Perú y Ecuador, empresa que el Libertador no cumplió al frente del Ejército Argentino (aunque podría haberlo hecho) sino del Ejército de los Andes, enarbolando su propia bandera, que no era la argentina. Es significativo que una de las instrucciones dadas por el Congreso le exigía expresamente el envío de diputados al Congreso por parte de los países liberados, "a fin de que se constituya una forma de gobierno general, que de toda la América unida en identidad de causa, intereses y objeto, constituya una sola nación".
Pero, ¿por qué una monarquía incaica? El proyecto de Belgrano ganó, como se señaló, muchas adhesiones. Pero fue duramente criticado fundamentalmente desde la prensa porteña y, posteriormente, fulminado por Mitre en su obra "Historia de Belgrano y de la independencia argentina", en la que afirma, entre otras cosas, que "si bien a este plan no puede negarse grandiosidad y buena intención es imposible concederle sentido práctico, ni siquiera sentido común, ni aun para su tiempo". Uno de los congresales por Buenos Aires, Tomás de Anchorena, dirá que tuvo que reprimir su sentimiento de rechazo al escuchar la idea belgraniana de un rey inca, refiriendo posteriormente su espanto ante la posibilidad de ser gobernados "por un miembro de la casta de los chocolates". También Bernardino Rivadavia expresó su desorientación por semejante propuesta.
Ahora bien, ¿era sólo racismo lo que generaba rechazo entre algunos políticos de entonces o había razones más de fondo para oponerse al proyecto? Por un lado, la idea de un gobierno monárquico no era, en sí misma, trasnochada por entonces, puesto que la inmensa mayoría de los pueblos del mundo vivían bajo sistemas monárquicos, y además era asociada a un requerimiento fundamental de la hora: el orden, elemento del que las provincias carecían desde años a esta parte. Tampoco parece que fueran pruritos republicanos los que alentaban a algunos a oponerse al plan monárquico toda vez que como bien apunta Alberto Lapolla, Anchorena y algunos otros "aceptarán luego de buen grado la propuesta de coronar al príncipe de Lucca o a algún miembro de la familia real española."
Sin pretender aquí profundizar en este aspecto, acaso Belgrano apostara a vencer una clara resistencia a la Revolución de Mayo que él mismo había notado frente a los ejércitos que le tocó comandar: los pueblos indios engrosaban en buena medida los ejércitos realistas al grito de "Viva el Rey".
El plan monárquico con sede en Cuzco no prosperó y la gesta emancipadora tendiente a concretar los Estados Unidos de Sudamérica, conservando de ese modo la unidad de los territorios españoles librados a su suerte con el colapso del imperio, habría de naufragar en un proceso de balcanización en diez estados, que incluso pudo ser más profundo. El poder quedó, como diría el pensador uruguayo Methol Ferré, para las "polis oligárquicas portuarias" en detrimento del interior profundo cada vez más empobrecido por la adopción, como política económica incuestionable, del libre cambio.
La contracara la tenemos en el Brasil, que adoptaría la monarquía (sistema que conservó hasta 1889) y que es definido por Luis Moniz Bandeira como "la América lusitana que, a diferencia de la española, no se desintegró".
Pablo Yurman (*) Doctor en Derecho para LA CAPITAL