En los últimos tiempos la situación de violencia que se padece en toda la ciudad y especialmente en algunos barrios ha delineado un nuevo y grave paradigma.
La ciudad ante un nuevo paradigma
Esta semana un grupo de vecinos evitó la entrada de la policía a la escena de un crimen en la zona sur y la directora de una escuela debió aclarar que desde ningún colegio de la zona "llamaron a la policía". Y debió hacerlo porque sintió que fue amenazada por un "grupo de gente" cuando un funcionario del Ministerio de Seguridad afirmó que lo convocaron. "No fue así -sostuvo la docente-, nosotros tenemos que abrir la escuela el lunes, siempre corremos riesgo y no sabemos con que nos vamos a encontrar. A determinadas divisiones de la policía no la podemos tener cerca porque nos perjudican", sostuvo.
La reacción de algunos vecinos e incluso de algunas instituciones ante el avance de amenazas, agresiones o hechos de violencia ya no es la de acudir a la policía ni al Estado.
No pueden ni quieren hacerlo. No creen que ese sea el lugar donde se pueda recibir una respuesta positiva y perdurable. La evaluación es rápida: si llamamos a la policía recibimos la inmediata represalia de los grupos con los que social y geográficamente convivimos e interactuamos. Estos grupos, vinculados al trafico de drogas y a la violencia, comparten el territorio con instituciones, escuelas, vecinales, iglesias, clubes de barrio y muchas familias. Cuando alcanzan determinada escala y poder de influencia en la zona , estas instituciones y familias evalúan que no pueden enfrentarlos o que hacerlo, tiene un costo muy alto con consecuencias inmediata en la seguridad, en los bienes y en la vida de los hijos y seres queridos. Se sienten solos. Es una situación tan densa que muchas veces se prefiere conservar una suerte de equilibrio fáctico y al "costado de la ley", antes que acudir a la seguridad de un Estado que paradójicamente "no está".
Esa tolerancia forzada y muchas veces desesperada, devuelve en algunos territorios una mínima convivencia, repleta de riesgos e injusticias, pero al menos "umbral de convivencia" y cierto alivio, algo que no es logrado ni por acción de la policía, ni por la intervención de las instituciones publicas ni por el obrar de los jueces.
Lo que era el resorte natural frente a un hecho delictivo -llamar al 911 o ir a la comisaría más cercana- es reemplazado por el miedo y la "propia" prevención o autodefensa.
Frente a la ausencia del Estado, se evaluá como más beneficioso al orden y a la tranquilidad del barrio que las bandas interactúen "bajo sus propios códigos", que acudir ante quien, en materia de seguridad, o no llega o llega con una intermitencia que el vecino percibe como total abandono.
Por ejemplo, las escuelas en situación de vulnerabilidad, deben convivir con bandas que se disputan el territorio del crimen y, lamentablemente, para poder dar clases y asistir a trabajar, "deben" asumir con dolor e impotencia el status quo del barrio.
Es un fenómeno muy grave. ¿Es posible que las bandas que operan en los barrios otorguen cierta "pacificación" a cambio de silencio o sumisión? Si así fuera, ¿no es esta una situación completamente artificial y momentánea, pero lo único a lo que pueden aspirar los vecinos en determinados sitios?
Este cambio de paradigma en el que concurrir a la policía o a los jueces está "muy mal visto" y tiene consecuencias negativas, es el producto del fracaso de toda prevención. El resultado es que algunas instituciones y vecinos se ven obligados a convivir con esta especie de "pacificación artificial u orden fáctico" que brindan las bandas que intervienen en el territorio: grupos delictivos que imponen sus códigos, influyen, premian y castigan.
Solo una intervención multiestatal y coordinada podrá desmontar semejante pérdida.